CEMENTO EN LOS OJOS.
Aparcamos la zodiac bastante cerca del Trashcan Music Club, entre unas canoas y un overcraft antiguo. Algo bueno tenía que tener que la ciudad se enfrentara a tanta lluvia, impensable situación que nos regaló estaciones de metro anegadas y, para los humanos, un buen abanico de resfriados. A pesar de todo, los allegados al ruidismo nos juntamos en el local de Chamberí para recibir a una de las bandas más aplaudidas internacionalmente del noise post-industrial. Los directos de Kollaps ganaron fama hace años por su visceralidad, su impacto, su ensordecedora armonía. Era la primera vez que los australianos pisaban el suelo patrio gracias a la promotora madrileña All Waves y se les tenía ganas, claro.

Para abrir boca ―o mejor dicho para practicar incisión mecánica en oído― desplegó su set Tube Tentacles (en la imagen de arriba), proyecto unipersonal de Enrique Garoz DE Diego. Llegamos algo justos, así que aún nos estábamos quitando las botas katiuskas cuando arrancó el ruidamen. Ante nosotros, un altar de pedales, knobs, cadenas y hierros varios. El directo de Tube Tentacles constó de una sola pieza de cerca de veinte minutos, una amalgama de capas donde convivían ruidos físicos (cadenas con piezos, cacharrería mecánica) con una gran paleta sónica digital (sintetizadores, delays, saturaciones…). El artífice demostró un control total de todo ello, añadiendo al asunto también una parte con voces ―también desgarradas y saturadas― que completaron la alquimia. El conjunto resultó interesante y bello de ver y escuchar. La espera entre bandas se hizo algo larga, sea dicho. Tal vez tuvo que ver con los problemas marítimos en la ciudad. Mientras, en el escenario esperaba la icónica bobina de Kollaps y las luces rojas de contra (imagen de abajo). Al fin, los tres músicos subieron a las tablas. Aquello era todo humo, negro y rojo. Giorgio Salmoiraghi se colocó en la zona rítmica, Andrea Collaro se colgó el bajo y Wade Black cogió el micro: desde ese momento su entallada chaqueta y su acelerado caminar tomaron literalmente el resto del escenario.

Y nos peinaron patrás pero bien. Seguro que habría sido un concierto más intenso con más público, pero el de Kollaps de la otra noche fue un directazo en toda regla. Sonó buena parte del «Until The Day I Die» (2022), su reciente último disco. Cortes como «Relapse theatre» o «Hate Is Forever» fueron retahilas rítmicas de latigazos eléctricos en nuestras ansiosas espaldas. Sí, nos hicieron gozar. La batería deconstruida (bombo infernal para tocar de pie, caja mutante, pad con otras percusiones, secuencias y samplers) invocaba unos ritmos rituales que golpeaban tu pecho con paso ya mastodóntico ya enrabietado. El bajo no sonó ni un segundo como bajo, y eso es algo necesario en una auténtica propuesta noise. Además Andrea Collaro se lo descolgaba sus buenos ratos para zumbarle a la bobina y cacharrear. Fuera como fuera, la atención se iba continuamente al frontman y líder Wade Black, por otra parte único representante de la formación original. Ya fuera con sus aullidos resaturados, bajando al público, aporreando esa plataforma metálica distorsionante, clavando el micro en los amplis o cayéndose, el cantante derrochaba una intensidad y una actitud muy molantes.

Y logró sin problema que los que habíamos acudido nos apiñáramos contra el escenario, no pocos con la boca medio abierta y en general alucinados/felices. Imagina que estás tumbado bocabajo en un enorme pabellón, fábrica de coches abandonada o a pleno rendimiento. Tienes cemento en los ojos, estás puesto de anfeta y tal vez te hayas meado encima. Pero te da igual. Todo es ensordecedor aunque tiene una coherencia y un pulso que te gusta, que conecta con algo dentro de ti. Sonríes. Estás viendo en directo a Kollaps. El asunto era hipnótico y se nos pasó rápido, disfrutando también de perlas como «Crucify» de «Mechanical Christ» (2019), hasta que vimos que llegaba el final. No hubo bises, al menos que yo recuerde, porque me quedé como después de doce campanadas dentro de un antiguo campanario: los oídos se me recuperaron del todo al día siguiente. Pero oiga, allí todos sonreían y saltamos al merchandising y bebimos algo más. Había que celebrar que habíamos visto lo que habíamos visto. Un directo arrollador, un muro de noise que, sabíamos y sabemos, vamos a tardar bastante tiempo en volver a disfrutar.

Crónica y fotos de Ignatius Oscoz