Córdoba, 2008. Una amiga me dice que vayamos a Lucena a ver a Christina Rosenvinge con un tal Nacho Vegas. Sí, sí, el de Manta Ray. Yo oigo la palabra Rosenvinge y voy donde me digan, esa es la verdad. Durante el trayecto me entero de que vamos a recoger a un chico y una chica que están en la mierda porque han sido engañados por sus respectivas parejas. Se han conocido intercambiando mensajes de texto al enterarse de que sus cónyuges eran amantes y ahora los han dejado para ser algo más. Un dramón. Ojalá el chico y la chica del coche se gusten en persona y se acuesten ellos también, pero no es el caso y además no hemos venido a esto esta noche. Hemos venido a un concierto.
Veo aparecer a Rosenvinge y vibro antes de que abra siquiera la boca. Empiezan a tocar, a cantar, a hablar. Algo me pasa. Me salgo al segundo tema, sola, a deambular por un pueblo que no conozco, en pleno frío de enero. Es la primera vez en mi vida que abandono un concierto. Estoy indignada. ¿Cómo se atreven? ¿Cómo se atreven a qué? No me entiendo, pero no vuelvo a entrar. Me quedo en un bar a esperar a mi comparsa mientras me bebo unas cervezas. Cuando salen, mi amiga me pregunta qué me ha pasado. No me gusta Nacho Vegas, digo, así, con la máxima digna de una adolescente. Por entonces, sepan que estaba a punto de componer un disco por encargo para Cosmopoética, que tenía callos en las yemas de los dedos de la mano izquierda, que daba conciertos en los bares, que malvivía de la música y que lo más importante para mí a la hora de hacer una mudanza eran mis CDs piratas y mis guitarras. Después añadiría un teclado midi, una mesa de sonido, dos micros, monitores y hasta un omnichord, siendo esto último lo único que ya no conservo en el trastero, todo lo demás permanece ahí, esperando un milagro que los devuelva a la luz.
¿Cómo que no te gusta Nacho Vegas? Me dice todo el mundo y le doy tantas vueltas al asunto que incluso llego a pensar que quizás ya no me guste tampoco Christina Rosenvinge, pero esto es imposible, claro, la prueba está en que un tiempo después voy a un recital suyo dentro de un ciclo llamado La Música contada y me conmuevo hasta el tuétano. Lo sigo recordando como uno de los eventos más sencillos y hermosos que he disfrutado jamás.
2009. Vuelvo a ir a un concierto de Nacho Vegas, esta vez en solitario, quiero decir, él sin Rosenvinge, y yo sin un alma a mi lado. Había dicho a todo el mundo que no me gustaba lo que hacía Nacho Vegas y me sentía en la obligación de asegurarme de que aquello era cierto. El show era en Sevilla. Cuando todo acaba me arrastro como si me hubieran apaleado hasta la pensión que tenía reservada para esa noche. El ánimo por los suelos, no por su música, sino por mis circunstancias, pero yo lo culpo a él, El manifiesto desastre. No me interesa su voz —le digo a la almohada rellena de las quejas de quienes durmieron allí antes—, no soporto su ese asturiana sibilante y prolongada que me perfora el tímpano.
En el verano de 2010 me voy a Londres a trabajar, (decir vivir sería exagerar). Descubro música nueva, sobre todo inglesa, pero como allí no me conoce nadie a veces me pongo Resituación de camino al trabajo. Mi guitarra continúa cogiendo polvo junto a una chimenea; ya no hago música, tan solo me revuelco en ella como en un fango oscuro del que creo que no se puede salir. Un fin de semana de 2014 me visita un amigo. Hace mucho que no nos vemos. Al llegar a casa busco algo en Spotify para que no hablemos de nada. No sé qué poner para impresionarlo con mi nuevo gusto musical y, como tardo mucho en decidirme, él me pide algo de Nacho Vegas. Mi amigo es de Córdoba y le digo sin pensar que preferiría no hacerlo, que no me gusta su música. ¿Cómo no te va a gustar Nacho Vegas? Venga, sé educada con tu invitado. Lo pongo a regañadientes, pero me arde el pecho con los primeros acordes. Le doy excusas para que vayamos a cenar fuera con mi compañera de piso. Cuando mi amigo se marcha el domingo por la tarde, me quedo a solas con Nacho Vegas y consigo echar esa quemazón pectoral por los ojos, en estado líquido.
Es 2018 y ya llevo un año justo viviendo en Madrid. Apenas escucho música de ningún tipo porque he descubierto que, como la lactosa, me hace daño, pero un día es un día y para celebrar mi primer aniversario de vuelta a España pillo un par de entradas. Voy con mi pareja, aún recién enamorados, a ver a Nacho Vegas y su Violética a La Riviera. No sé qué hago aquí si a mí ni me gusta Nacho Vegas, le digo. También le confieso que ya lo he visto varias veces en directo a pesar de que no es lo mío, pero no me escucha porque nos hemos parado a tomar algo antes en frente de la sala de conciertos y se nos acaba de sentar al lado Andrea Levi. Hacemos bromas jocosas y nos vamos enseguida para coger un buen sitio antes de que empiece. Esta vez no me enfado durante el concierto pero reprimo mi emoción cuando sale María Rodés a cantar con él Ser árbol. Pongo cara de crítico musical amargado, de aquí no ha pasado nada, pero por dentro está pasándome de todo. Entre la banda no se encuentra Lorena Álvarez, pero Vegas la nombra y, como amo a esa Rapaza de San Antolín, ya lo amo a él también un poquito. Cuando casi al final del directo aparece Christina Rosenvinge para marcarse con él un tema de Violeta Parra yo ya estoy con los ojos como dos polos derretidos. Le pido a gritos los dos bises. Suena La última atrocidad con Cristina Martínez y siento que se me hace el culo un canasto. Salgo del concierto como si hubiera participado en la carrera de San Silvestre.
29 de julio de 2022. Esta vez me apetece ir de verdad, hasta me atrevo a mencionar en redes que aún no tengo entrada. Mientras busco en el botánico a la misma persona tan querida con la que acudí al concierto de La Riviera, una chica que todavía no conozco se me acerca a decirme algo precioso. Le contesto con los ojos porque estoy al teléfono buscando a mi amado. Por fin lo encuentro y me invita a un gin tonic. Conseguimos sentarnos juntos aunque mi asiento está en otra fila. El escenario está vacío e iluminado en rojo. Tomo una foto y me parece un bosque encantado. Comienza el concierto. Nacho Vegas lleva camisa negra, pantalones de campana y oh, oh, botas de cowboy (socorro, pienso, pero enseguida me doy cuenta de que no tengo derecho a opinar sobre el outfit de nadie; llevo un vestido de lentejuelas azules que se ve desde Saturno). No pasa nada, Nacho, ponte lo que te dé la gana, aquí hemos venido jugar y a pasarlo bien. Tampoco entiendo lo que dice entre tema y tema, pero eso me enternece, me recuerda a cuando la gente me pide que hable más alto en las presentaciones de libros, en las conferencias y en la vida en general. Solo me quedé con el nombre del guitarrista, magnífico, por cierto. Qué gran decisión por parte de Nacho Vegas dejar casi siempre la guitarra en manos de Joseba y dedicarse solo a la voz, a las eses sibilantes que se enredan en el micrófono primero y en mis ojos después hasta hacerme llorar. Qué más hay en el escenario. Teclista, batería, bajista y un coro de cuatro diosas antifascistas que recuerda a los directos de los ochenta de Leonard Cohen y Antônio Carlos Jobim.
Cuando la luz del escenario se torna verde ya sé que va a cantar Ser árbol. Esta vez no reprimo mi emoción. La canto por dentro, como cuando compongo canciones mientras dibujo con los pelos que se me caen en la ducha. Desde mi asiento noto la primera brisa fresca de todo el infierno climático que llevamos soportando este mes. Todo es perfecto. Todo excepto que me estoy meando. En el camino al baño me encuentro a Manuel Jabois, me vengo arriba —la música, el gin tonic, la noche, el amor— y le digo «hola, Jabois» como si fuéramos amigas. El pobre hombre está desconcertado porque no sabe si me conoce de algo. Sé que tengo uno de esos rostros que resultan familiares, así que le aclaro que solo soy una borracha y le dejo vivir en paz. Vuelvo a mi asiento, a sumergirme en la música. Me salgo del cuerpo un rato, se me va la memoria al primer concierto del que me salí en Lucena, a Sevilla, a mis paseos por Londres con su única compañía abrigando mis orejas. Regreso de nuevo a Mundos inmóviles derrumbándose porque quiero grabar un video con el móvil de gente de la platea levantándose del asiento y coreando. Yo también lo hago y me pregunto cuánto hace que me sé todas sus putas canciones.
Cuando todo acaba, nos encontramos a Lola Larumbe, librera de confianza, que también ha disfrutado mucho del concierto. Me pregunta si ya lo había visto antes. Me dan ganas de reírme porque, para no gustarme nada, es del artista que más conciertos he visto. Llego a casa, escribo todo esto de forma aturullada y al final lo digo entregada: me encanta Nacho Vegas. Para ser feliz solo hay que saber cambiar de opinión.
Rosario Villajos