El bluesman que pactó con el diablo, el pionero del blues rock que influenció a grupos como Led Zeppelin o los Stones, el primer miembro en entrar en el «club de los fallecidos a los 27», el chaval que tocaba por las noches en el cementerio sobre una tumba…, a estas alturas de la película, el mito de Robert Johnson se presta a variedad de epitafios y titulares melodramáticos. Un músico nacido en Hazlerhurst (Misisipi) que falleció con 27 años y tan solo creó 29 composiciones, al que Netflix dedicó en 2018 el documental «La encrucijada de Robert Johnson», una de las partes del serial «ReMastered» que la cadena de pago dedica a historias no resueltas o extrañas del mundo musical, con los protagonismos en cada uno de los capítulos de Bob Marley, Johnny Cash o Sam Cooke entre otros. Martin Scorsese, gran admirador del blues y de la figura de Johnson, dijo de él que “solo existió en sus discos, todo lo demás es una leyenda”. Centrémonos, pues, en la leyenda:

Brother Robert

Robert Johnson tuvo una infancia errabunda y próxima a la miseria. Su padre, un carpintero adinerado, tuvo que huir de Memphis para evitar un linchamiento racial dejando al pequeño Johnson con su madre, que se unió sentimentalmente tiempo después a un trabajador del sector maderero que se convertiría en el padre putativo del músico. En el «hilo musical» de los campos de algodón, los aparentes conflictos sentimentales cantados suponían en realidad metáforas de las relaciones de poder entre los trabajadores y los dueños de las tierras. Parte de ese talento no tardó en llegar a las cantinas de los núcleos urbanos como acompañamiento sonoro de las reuniones nocturnas y etílicas de sus clientes. Un maremágnum musical multigénero que lo mismo abordaba en una sesión el country, que las polcas o la adaptación de canciones populares. Los predicadores baptistas examinaron con lupa la banda sonora de las cantinas y señalaron con el dedo al blues, que despacharon frívolamente como «una música peligrosa y diabólica alejada de los valores evangélicos» extendiendo entre sus feligreses el miedo ante ese género musical con aquella definición tan condenatoria y absurda. En esa época de finales de los años veinte del pasado siglo, Robert Johnson ejercía de músico ambulante mediocre sin demasiado talento. Con dieciocho años se enamora de una joven de quince a la que deja embarazada, muriendo ella y su hijo durante el parto. La familia culpó a Johnson de la ausencia y de dar prioridad a la música frente a sus obligaciones con la parturienta fallecida. El músico, hundido en el sentimiento de culpa, decidió desaparecer y alejarse del trágico escenario. Durante un año apenas se supo de él. Al muchacho del Delta parecía que se lo había tragado la tierra, y a su vuelta comenzaron a arder las brasas de la especulación y de los cuchicheos que forjaron la leyenda de Robert Johnson.

Una de las pocas fotografías conservadas de Robert Johnson

Inexplicable que, en el plazo de algo menos de doce meses, el futuro «rey del blues» se hubiera transformado en un genio de la composición que encandilaba en las cantinas con su guitarra de siete cuerdas y dejaba boquiabiertos a los asistentes, así como que terminara siendo un referente y asombro para la posteridad, reverenciado por Muddy Waters, BB King, Dylan, Eric Clapton o Bonnie Ratt, entre otros. La extraña desaparición y lo inexplicable de su talento a su vuelta, causó tal impacto entre sus paisanos, que se comenzó a hablar de la posibilidad de que hubiera hecho un pacto con el diablo, matiz que ayudaron a alimentar las letras de su escasa composición que, envueltas en una aureola de oscuridad, estaban protagonizadas por sabuesos del diablo y tenían elementos relacionados con belcebú y con el «cruce de caminos», espacio de leyenda donde múltiples fuerzas convergen en el que se especula que uno pueda vender su alma al diablo a cambio de algo. Una transformación que te condena de por vida, o de por muerte casi mejor dicho, a ser siervo del demonio.
Con 27 años, Johnson, el «amante del whisky y las mujeres», muere en extrañas circunstancias. Tras tocar en «Three Forks», una pequeña cantina a las fueras de Greenwood (Misisipi) pidió una botella de licor junto a su amigo, también músico, Honeyboy. Comenzó a sentirse mal y cayó desplomado en el suelo. Falleció en el acto. Cuentan que el músico tenía una aventura con la mujer del dueño de la cantina y que éste, tras conocer los hechos, decidió planificar su muerte echando veneno a su bebida aquel día. Ni siquiera se conoce con certeza donde reposan sus restos. Existen tres tumbas «oficiales» del músico americano.

Las extrañas letras de un músico adelantado a su tiempo

Al existir poco material fotográfico y audiovisual de la leyenda, «La encrucijada de Robert Johnson» de Brian Oakes, acompaña su narración de animaciones austeras casi monócromas de colores amarillentos apagados. Es un documental entretenido que vuelve a contar en algo menos de una hora las extrañas circunstancias que rodearon la vida y la muerte del músico del Delta, echando más leña al fuego a la leyenda que todavía hoy nos sigue fascinando.

José Martín S